
En la fachada de calle Colegio, sobre el camarín donde se hallan los blasones familiares de Fray Fernando Fernández de Córdoba y Mendoza, está labrado el escudo imperial de Carlos V. VIsidro Gregorio Hidalgo Herreros.
Capítulo II: El sueño del Clavero
En 1534, Fray Fernando Fernández de Córdoba y Mendoza puso la primera piedra de lo que sería el Monasterio de Nuestra Señora del Rosario en Almagro, proyectando no solo un edificio religioso, sino un centro de formación que combinara la espiritualidad dominica con la erudición académica. Su visión encontró el respaldo del emperador Carlos V, quien expidió la Real Cédula en 1536, autorizando formalmente la fundación y asegurando la protección de la Corona sobre la futura institución.
La arquitectura del monasterio fue encomendada a Alonso de Covarrubias, destacado maestro del Renacimiento español, y a Francisco de Luna, quienes supieron integrar elementos clásicos y góticos en una estructura que transmitía solemnidad y equilibrio. La ornamentación interior contó con la participación de artistas como Gregorio Pardo, Juan Bautista Vázquez el Viejo y Juan Correa de Vivar, quienes dotaron a las capillas y claustros de un esplendor visual que combinaba escultura, pintura y decoración ornamental. Cada detalle, desde los capiteles hasta los retablos, reflejaba el cuidado de Fray Fernando por la estética y la espiritualidad, y su intención de que el monasterio fuera un ejemplo de fe y cultura.
El convento quedó habitado en 1539, y los dominicos comenzaron a organizar la vida religiosa y académica. La verdadera dimensión del proyecto llegó tras la Bula de Julio III en 1552, que autorizó la creación del Colegio-Universidad dentro del monasterio. Las primeras cátedras se inauguraron en 1574, con asignaturas de Teología, Artes y Filosofía, y poco después se añadieron Derecho Canónico y Sagrada Escritura. Estas disciplinas no solo formaban a futuros religiosos, sino también a juristas, maestros y eruditos capaces de intervenir en la vida pública y administrativa del reino.
El Colegio-Universidad de Almagro se convirtió en un referente académico, comparable a las universidades de Alcalá y Salamanca, pero con una impronta particular: su integración con la vida monástica dominica y la atención al humanismo renacentista. La vida universitaria se organizaba en torno a las aulas, los claustros y la biblioteca, donde los estudiantes estudiaban textos de filosofía, teología, derecho y artes, asistidos por maestros que combinaban rigor académico y devoción espiritual. El convento también albergaba espacios de meditación y oración, de manera que el aprendizaje intelectual nunca se separara de la formación ética y religiosa.
Fray Fernando supervisó personalmente la estructura administrativa del colegio, estableciendo normas para la admisión de alumnos y profesores, y asegurando un sostenimiento económico que garantizara la permanencia de la institución más allá de su vida. Su visión era clara: quería que Almagro fuera no solo un centro religioso, sino un faro cultural en Castilla, capaz de irradiar conocimiento y valores a toda la región.

Estatua yacente de Frey Fernando Fernández de Córdoba y Mendoza en la exposición ATEMPORA Ciudad Real 2023: Un legado de 350.000 años. Isidro Gregorio Hidalgo Herreros.
Capítulo III: Del esplendor al olvido y la memoria saqueada.
Durante más de dos siglos, el Colegio-Universidad de Almagro se mantuvo como un referente de la formación intelectual y espiritual en Castilla. Sus aulas acogieron a frailes, juristas, escritores y futuros líderes, mientras los claustros y bibliotecas ofrecían un espacio de estudio y meditación. Entre sus alumnos y profesores destacaron rectores como Francisco de la Barca Maldonado, misioneros como Juan García de León —conocido como Juan de la Cruz—, y escritores satíricos como Juan Ribas Carrasquilla. Incluso en tiempos posteriores, figuras políticas como Baldomero Espartero pasaron por sus aulas, mostrando la proyección histórica y social de la institución.
El monasterio y universidad brillaron por su riqueza artística y arquitectónica: los claustros, la iglesia y las capillas estaban adornados con obras de escultores y pintores renacentistas, los patios albergaban jardines de contemplación, y cada aula se concebía para unir el conocimiento con la ética y la devoción. La vida universitaria se organizaba en torno a una combinación de rigor académico y disciplina monástica, con un modelo educativo que hoy podría considerarse avanzado para su tiempo.
Sin embargo, este esplendor no sobrevivió intacto. El terremoto de Lisboa en 1755 dañó seriamente la estructura del convento, debilitando techos, muros y cubiertas. Más devastadora aún fue la desamortización de Mendizábal en 1835, que supuso la expulsión de los dominicos, el cierre del colegio y la dispersión de su patrimonio. La iglesia fue transformada en almazara, la magnífica sillería del coro vendida y trasladada a Ocaña, y el mausoleo de Fray Fernando desmantelado. Su estatua yacente acabó en el Museo Arqueológico Nacional, mientras otros elementos de su sepulcro se perdían para siempre.
Este expolio encuentra un paralelo histórico en la tumba del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, en el Monasterio de San Jerónimo de Granada. Allí, durante la misma ola de desamortizaciones, el mausoleo fue profanado y los restos del insigne militar trasladados sin respeto. Tanto en Almagro como en Granada, la desamortización significó no solo la pérdida material de esculturas, armaduras y retablos, sino la mutilación de la memoria histórica y el patrimonio simbólico de la sociedad.

Sobre la puerta de entrada en los jardines y en la fachada de calle Colegio,blasones familiares de Fray Fernando Fernández de Córdoba y Mendoza.Isidro Gregorio Hidalgo Herreros.
Capítulo IV:
La herida de la desamortización
La desamortización, presentada como un instrumento de reforma y modernización, dejó tras de sí un rastro de destrucción cultural que pocos se atrevieron a medir en su magnitud. En Almagro, el saqueo del monasterio y colegio fundado por Fray Fernando Fernández de Córdoba y Mendoza no fue un hecho aislado, sino parte de un fenómeno que recorrió toda España: monasterios desiertos, bibliotecas dispersas, archivos destruidos, obras de arte vendidas al mejor postor y tumbas profanadas.
El expolio de su mausoleo recuerda, con escalofriante precisión, lo que ocurrió con la tumba del Gran Capitán en Granada. Dos hombres separados por generaciones, dos proyectos distintos, pero una misma violencia institucionalizada: la destrucción de la memoria histórica en nombre de la ley y del progreso económico. El patrimonio material desapareció, pero sobre todo se rompió un hilo intangible: la continuidad de la historia, la presencia simbólica de quienes habían marcado la sociedad y la cultura de su tiempo.
Aun así, la memoria puede resurgir, y en Almagro lo ha hecho. Los patios que antes se llenaban de oración y estudio ahora resuenan con la voz del teatro; las aulas, con la imaginación de los actores; los claustros, con el eco de la cultura viva. Sin embargo, el recuerdo del daño permanece. La desamortización no fue solo un cambio económico o administrativo: fue una herida profunda en el alma cultural de España, que aún nos recuerda lo frágil que puede ser la historia cuando se la trata como un bien prescindible.
Y esa es la lección que nos deja Fray Fernando: la memoria de los hombres y sus obras no puede depender solo de leyes o decretos; requiere respeto, protección y cuidado, porque cuando se pierden, se pierde también la identidad misma de un pueblo.
Adaptación: Francisco Fernández de Córdoba y Rivero.
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