
El Palacio de Altamira en la juderia sevillana.
En pleno corazón de la antigua judería sevillana, junto a la actual calle Santa María la Blanca, se alza todavía el Palacio de Altamira, una joya del mudéjar civil. Sus muros nacieron a finales del siglo XIV, cuando Diego López de Zúñiga, Justicia Mayor del Reino, reunió varias casas y solares tras el violento asalto a la judería de 1391. Los Zúñiga, linaje poderoso de Castilla, lo convirtieron en un palacio inspirado en los Reales Alcázares, con patios porticados, yeserías y artesonados que aún evocan su grandeza.
Con el paso de las generaciones, la casa fue cambiando de manos, reflejo del complejo entramado nobiliario de Castilla y Andalucía. De los Zúñiga pasó a los Moscoso, a quienes en 1455 Enrique IV concedió el condado de Altamira. A partir de entonces, el palacio sevillano adoptó el nombre que aún conserva.
Los Moscoso-Altamira fueron una de las casas más influyentes de la Monarquía Hispánica, y, como era costumbre entre la alta nobleza, sellaron su poder mediante alianzas matrimoniales. En los siglos XVI y XVII los Altamira emparentaron con los Fernández de Córdoba, una de las familias más prolíficas y prestigiosas de Andalucía. Estas uniones no eran meramente sentimentales: suponían la suma de títulos, rentas y prestigio, uniendo los destinos de ambas casas.
De ahí que encontremos nombres como Ventura Osorio de Moscoso y Fernández de Córdoba (1731-1776), heredero de los Altamira, que llevaba en sus apellidos la huella de esas alianzas. Gracias a estos matrimonios, el linaje de Altamira se vinculó estrechamente con ramas como la de los duques de Sessa, descendientes directos del Gran Capitán, o con los Fernández de Córdoba de Baena y Cabra.
El Palacio de Altamira, por tanto, fue testigo indirecto de este cruce de genealogías. Sus salones acogieron a gentes que compartían sangre con Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, y que heredaban la memoria de una de las casas más decisivas de la nobleza hispana.
Con el paso de los siglos, el edificio dejó de ser residencia nobiliaria y cayó en declive, hasta convertirse en casa de vecinos en el XIX. Pero la restauración lo devolvió a la vida, y hoy, sede de la Consejería de Cultura de Andalucía, sigue en pie como recordatorio de aquel tiempo en que el poder se tejía entre palacios, títulos y linajes.
Así, tras sus muros, permanece la memoria de un linaje compartido: los Altamira y los Fernández de Córdoba, unidos en la historia por sangre, patrimonio y herencia.
Adaptación: Francisco Fernández de Córdoba y Rivero.
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